No recordaba la cantidad de países que había conocido en sus largos viajes. Andaba por lugares insospechados, caminos y montañas donde el viento silbaba sólo para él. Se alejaba de la civilización y de sus rutinas, donde parecía que no había lugar para sí. No conocía el miedo a la soledad, porque nunca había conocido la compañía. Y se adentraba en un mundo dónde nadie era capaz de entender. Como único equipaje guardaba en su bolsillo la mirada risueña de alguna muchacha, una foto en blanco y negro, el color de una naranja, el olor de un perfume, el calor de su piel, el dulce sabor de una piruleta, los versos mezclados de un antiguo poema y un poco de esperanza que se confundía con el rencor y el odio.
Nada le entristecía más que ver como los sueños de la gente se hundían en el fango, se esfumaban como el humo y se olvidaban por completo. Pero el perseguía su sueño, quizás inalcazable, pero tan deseado que casi podía tocarse. Y así emprendía su largo camino, acompañado únicamente por la lluvia y la nieve, que borraban su recuerdo.